12.12.08

Apendicitis

Era una noche de aquellas... Mucho frío en la calle, la gente estaba loca por salir a celebrar yo no se qué. Yo era cualquiera de esos, uno mas del grupo que avanzaba y retrocedía hacia donde estuviera el calor de la fiesta. Algunos se mofaban, otros bailaban, otros se pasaban el rato pensando cual iba a ser el siguiente bar donde iríamos. A mi no me preocupaba el hecho de que la batería de mi teléfono se había acabado. Hacía más frío que antes. El alcohol obviamente lo mitigaba un poco. Un extraño dolor de estómago yacía silente. La fiesta continuaba y todos estábamos alegres. Avanzaba la hora y yo estaba muy quieto. Se asombran los que me acompañaban y me dan un porro para despabilarme. Yo no acostumbro fumar, pero lo que me habían dado calmó las molestias estomacales y pude continuar la fiesta como un roble. Normalmente yo no tengo resaca pero en el último tiempo ya había tenido unas cuantas y esta se veía venir. Al otro día, lo impensable... la resaca continuaba y no se quitaba con nada. Increíblemente lo único que quedaba era el extraño dolor de estómago que ahora no era nada silente, sino que, cada vez que punzaba hacía que mi abdomen de inflara y desinflara como un globo. "No era para tanto, si no me maltraté tanto el estómago para este dolor" -pensaba. Aguanté porque normalmente estos dolores pasan solos y yo soy de hierro. De a poco el dolor fue creciendo y me fui ablandando y tomé medicamentos para el dolor de estomago cotidiano, que no sirvieron. Esto me llevó a pensar que si el tratamiento cotidiano no sirve es porque el dolor no es cotidiano, pero a esas alturas no era capaz de recorrer el camino desde donde estaba hacia el médico, o hacia la farmacia, o hacia ninguna parte; Los dos grados bajo cero y la lluvia me lo impedían. Sin teléfono, la única posibilidad que tenía era que alguien de mi familia se conectara a Internet y pudiera pedirle que me viniese a buscar. Ese alguien fue mi padre, quien, al igual que el médico al que me llevó, temió por mi vida y me envió al hospital de un empujón.
En el largo camino de una hora en automóvil el dolor ya me había ablandado lo suficiente para hacerme llorar como un niño. Nunca en la vida me había dolido tanto algo. El viaje eran fotos de lluvia y camino, las curvas eran de trescientos sesenta grados para mi. Llegando al hospital una persona de bata me toma y me pone en una silla de ruedas, me lleva dentro, donde habían más personas de bata. Comienzan a hacerme preguntas, todo el mundo sabía mi nombre. El dolor ya me había atontado lo suficiente como para equivocarme y aparentemente ellos lo sabían, por eso hacían las mismas preguntas una y otra vez... ¿donde te duele?, ¿es constante?, ¿tienes o has tenido nauseas?, ¿has comido?,...
El dolor seguía y era constante, y creciente, ya se había apoderado y no quería perder el control. De pronto mis extremidades comenzaron a dormirse y el resto de mi cuerpo comenzó a pesar mucho, la angustia desaparecía pero el dolor seguía. Vino una enfermera y me puso algo en el brazo. Ningún dolor era más grande que el que ya tenía, por lo que fue fácil manipularme y ponerme el suero (de paso está bien decir que odio los hospitales y las agujas). Me mantuvieron así unas horas y luego un calmante a la vena calmó un poco mis quejas. Le dijeron a mis padres que me iba a quedar internado hasta saber lo que era el dolor. Pero yo sí sabía lo que era el dolor, era espantoso. En la noche uno que dijo que era cirujano, me toca el abdomen y luego dice que no había ninguna emergencia pero había que hacer más pruebas. Esa noche se apagaron varias veces las luces, dormía y despertaba en una prueba nueva. Ente medio algunos duendes y pajaritos que danzaban en el techo. No alcanzaba a memorizar la cara de la enfermera que me llevaba en la silla, cuando la otra me pide que me tumbe en una camilla. Entonces me di cuenta de una cosa: lo que tenía dentro del estómago y me provocaba el dolor solamente lo podía ver una máquina.
Por fin lo confirmaron. El apéndice estaba escondido y no se veía la inflamación, pero el scanner lo detectó, así que vas al quirófano -dijo el cirujano. Al entrar, unas enfermeras con pinta de hadas que me salvarían, me hablan animadamente de lo lindo que es viajar. Luego alguien me apretaba el cuello, yo tocia y trataba de tocarme el abdomen, en donde había algo nuevo: un parche de gaza que cubría una herida de seis puntos metálicos bien fijos. Me llevaban rápido mientras yo gritaba de impresión y dolor, me pusieron una mascara que me daba oxígeno y me relajé un poco. El dolor era insoportable nuevamente, pero era otro dolor, mucho mas enfocado y leve que el anterior. Ya no tenía apéndice y se suponía que me sentiría mejor en unos días, y luego me iría a casa a pasar el periodo de recuperación. Afuera la nieve cubría un hermoso paisaje, que hace valer la pena intentar vivir para verlo. En casa estaba mas o menos bien, cojeando lo normal. Al quinto día mas o menos un poco de fiebre -que me dijeron que era normal- me atacó en la noche. ¿Dije un poco de fiebre?, no señor... treinta y ocho y no bajaba y el octavo día treinta y nueve. El noveno día no tuve fiebre por alguna extraña razón, pero al tocarme levemente la herida para acomodarme noté que salía un líquido extraño de una de las cavidades entre los puntos. De vuelta al hospital, el cansancio por el dolor y la fiebre soportados ya se hacía notar. Me metieron en una camilla, me pusieron suero y a esperar. De repente, apareció un tipo con pinta de malo, muy sereno y jugando con un mosquito en la mano. En la piocha llevaba escrito cirujano. Se puso a apretar la herida hasta que salió más líquido y luego dijo, "mmm eso es..." y trajo a la enfermera y la caja de utensilios y se puso a sacar puntos, cada uno era como un pinchazo. En seguida dejé de mirar lo que hacía. Sentí que metía algo en la herida abierta y la mecía un extremo de la herida al otro, como abriéndola más. Luego me preguntaba que sentía, y me metía mas cosas. Obviamente lo que yo sentía era mucho dolor. Pero él quería saber otra cosa, y me seguía preguntando, mientras yo sentía un líquido caluroso y ardiente, luego otro más ardiente, luego otro frío, luego otro más frío. Luego lo peor, un tubo metido dentro y acomodado para el drenaje, y luego terminó. Vamos a ponerle un calmante -dijo. A casa nuevamente y con la inquietud y el susto, bajas de presión repentinas sin causa explicable -aparentemente reacciones normales o por el mero susto-. Una noche vi una selva sombría con caballeros andantes que me indicaban el camino a seguir. El agotamiento era evidente porque ya no podía caminar sin marearme así que volví al hospital tumbado en la ambulancia. Para quitarme el susto me hicieron pruebas que demostraron que no había líquido suelto en el interior, por lo que la infección era solo en la pared del abdomen. Me hicieron una nueva curación, me cerraron con un punto de hilo -puesto sin anestesia- lo que quedaba abierto, y dejaron solo espacio para el tubo de drenaje. Hoy, por fin no hay dolor, solo la precaución de no empeorar de nuevo la recuperación y en un par de semanas poder retomar la vida que dejé hace trece días.



Jean Machuca

1 comentario:

Anita dijo...

Has descrito mis últimos 10 días apartada del mundo.Claro, cuando se esta tumbada en la cama piensas: "¿y por qué a mi?" o "ésta vaina solo me ocurre a mi". Con tu relato me he sentido un poquito menos "pato lucas".Saludos!